17/7/13

Altamira


Recuerdo mis paperas y sarampión en el invierno de mis siete años coloreando álbumes con plantillas. Me parecía una estupidez la manera en que obligaban a repartir el color en zonas establecidas por un grueso trazo negro. Acostumbraba a saltarme esa frontera oscura y vulnerar las normas de la policromía.  

Ese mismo verano, recuperada de los ganglios inflamados de hámster y de las manchas oscuras en mi piel, entré de la mano de mi padre en las cuevas de Altamira.
Tenía mucha curiosidad por confirmar que la policromía podía infringir las barreras; pero aún más, me inquietaba comprobar in situ que los hombres primitivos habían existido realmente y que inventaron el fuego, fabricaron las armas de sílex, utilizaron las pieles de los animales que cazaban y que además espantaban de sus cavernas con el mismo fuego que fabricaron a las bestias que cazaban. ¡Menuda inteligente tautología la de estos primitivos!

Bajé los escalones de Altamira y la cueva era mucho más pequeña de lo que había imaginado. El guía me invitó a tumbarme sobre un promontorio-sofá-mirador para que contemplara recostada desde abajo, en su plenitud, la manada de bisontes. Pude disfrutar de una perfecta fusión entre el pigmento y la forma estampada en los relieves de la roca y adaptándose a las corcovas de los bisontes. 

¡Qué impacto en mi retina en mi memoria en mi imaginación!

¡Venerables bisontes que aferrasteis con cuerdas y clavos mi ardor a perpetuidad!



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