29/11/16

Última entrada


Ésta es la última entrada de la casa regia.

Desde hace años, he integrado en este blog artículos sobre asuntos que me interesaban y también alguno de mis  escritos y poemas. Siempre han sido publicados con la intención de mantener mi propio archivo de temas que me complacían. Sé que personas que me aprecian me han leído con frecuencia y les estoy muy agradecida. 

Aquí queda todo para  los venideros.


17/3/16

Mi casa



Mi pueblo, mi casa y su tejado.



12/2/16

·Marco Tulio Cicerón·



Ahora toca discutir el tercer punto. Quien quiera establecer una dictadura, para asegurar su dominio, debe ante todo hacer callar a los eternos rivales de cualquier tiranía: a los hombres independientes, a los defensores de esa inexetirpable utopía que es la libertad de espíritu. Antonio exige que el primer nombre que figure en esa lista sea el de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre ha reconocido su auténtica naturaleza y la ha llamado por su verdadero nombre. Es más peligroso que todos los demás, porque tiene fuerza de espíritu y voluntad de independencia. Hay que deshacerse de él.
Octavio, asustado, se niega. Como hombre joven, aún no del todo endurecido ni envenenado por la perfidia de la política, se resiste a empezar su mandato eliminando al escritor más célebre de Italia. Cicerón ha sido el más fiel defensor de su causa. Él le ensalzó ante el pueblo y ante el senado. Con un acertado instinto, Octavio no quiere entregar al más ilustre artífice de la lengua latina al oprobio del puñal. Pero Antonio insiste. Sabe que entre el espíritu y el poder hay una rivalidad eterna, y que nadie puede ser más peligroso para la dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la lucha en torno a la cabeza de Cicerón. 
Al fin cede Octavio, y así el nombre de Cicerón remata el documento probablemente más deshonroso de la historia de Roma. Con esa única proscripción es con la que en realidad se sella la sentencia de muerte de la república. [...]
Un espectáculo deshonroso espera al día siguiente al pueblo romano. En la tribuna de los oradores, la misma desde la que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos, cuelga descolorida la cabeza cortada del último defensor de la libertad. Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina. Cerrados, los azulados párpados cubren los ojos que durante sesenta años velaron por la república. Impotentes, se abren las manos que escribieron las más espléndidas cartas de la época.
Pero con todo, ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio del poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado.
Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve - ¡es una dictadura!-  a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su república crucificada.


Cicerón, 15 de marzo de 44 A.C.
En Momentos estelares de la humanidad
TRADUCCIÓN DE BERTA VÍAS MAHOU
Stefan Zweig